Hace unas semanas comencé a sentir el inmenso placer que produce el poder desplazarse de un extremo a otro de la habitación. Arrastrándome, gateando y dando grandes zancadas sujeto a las firmes y seguras manos de mis papás, exploraba cada rincón de la casa. Mis padres se van dando cuenta, poco a poco, de la cantidad de riesgos que una casa tiene, y cada día hacen algo nuevo al respecto por mi seguridad: tapan enchufes, quitan objetos rompibles a mi alcance,...
Cada día es un nuevo logro para mí. Un día aprendí a doblar una rodilla, otro conseguí doblar las dos y sostenerme en esta postura, poco después logré incorporarme y ponerme de pie, sujeto a algún objeto,... Eran tantos, tan grandes y tan rápidos mis logros, que mi mente comenzó a inquietarse. Ya no era capaz de mantenerme tranquilo en mi cunita. En cuanto sentía que mi espalda rozaba el colchón, rápidamente mi ágil cerebrito se activaba y comenzaba a dar órdenes: siéntate, túmbate, ponte boca abajo, vuelve a sentarte, ponte de pie, túmbate de nuevo,... Pero este ritual que se convirtió en una constante diaria cada noche antes de dormirme, se convirtió también en una costumbre que acompañaba a mis sueños.
Mis largas noches durmiendo de un tirón desde que era muy pequeñito pasaron a ser noches interrumpidas por un "no sé cómo ponerme". La cuna, un inmenso espacio para mí cuando abandoné el reducido vientre de mamá, de repente era un lugar que me impedía dar rienda suelta a todos esos movimientos que bailaban en mi mente.
La decisión de mis padres fue inevitable. De la cuna a la cama. Con cierto miedo por cambiarme de habitación y sentirme más alejado, por cuidar de que no me cayera de la cama y por ver si era capaz de adaptarme a mi nuevo entorno nocturno, una noche, sin previo aviso, se produjo el cambio. Tras algunas horas quejándome y rezongando en la cuna, papá y mamá optaron por llevarme a mi nuevo dormitorio. Y mano de santo... El resto de la noche dormí como un lirón...
Cierto es que ya conocía mi habitación. En ella me había echado ya más de una siestecilla y, cuando papá pintó las paredes, se preocupó mucho de que yo me familiarizara con su nuevo aspecto. por eso, la adaptación fue rápida.
Es cierto que pasar una noche entera durmiendo en la cama implicaba ciertos riesgos no tan obvios como dormir una simple siesta. Ocho, nueve o diez horas seguidas durmiendo... ¿Y si me despertaba y me daba por gatear de un lado a otro de la cama, como me gustaba hacer cuando estaba despierto? Toda precaución era poca. La cama pegada a la pared, una barrera protegiendo el otro lateral y cojines y almohadas por doquier por todos aquellos huecos que quedaban libres.
Noche tras noche me acostumbraba cada vez más al cobijo de mi camita y mi nuevo dormitorio. Cada día mis papás me dejaban acostados con la seguridad, cada vez mayor, de que no corría ningún riesgo.
Ya he cumplido los 10 meses de edad. Sin duda, este cambio supone un pequeño paso en la vida de los hombres, pero un gran paso para mí...